sábado, 3 de enero de 2009

Me gustan los días de lluvia.

La lluvia cae con desgana sobre la ciudad. Las gotas se estrellan irremediablemente sobre el sucio asfalto haciendo que éste se refresque y se alivie de la basura humana. Miro por la ventana como la ciudad se va limpiando escondida tras el manto de la precipitación. Me pregunto a cuánta gente le habrá pillado de sorpresa. Es un poco descortés, hasta cruel, por mi parte puesto que yo estoy protegido por el cristal y el aire caliente que despide la calefacción me abraza amablemente. Sentado en mi cómodo y reconfortante sofá y mirando un punto cualquiera de la ciudad que se abre ante mi ventana, me pierdo en mis pensamientos. Hoy me apetece dejar de lado a la monotonía. Le doy el día libre y dejo que la luz apagada que traspasa como puede las nubes igual de grises me bañe. A la gente no suele gustarle los días lluviosos porque son sinónimos de tristeza, desánimo, ahogo y desesperación, pero lo que pasa es que estos días tienen malos publicistas. Pero a mí me gustan. No sé por qué, pero me encantan. Estos días son para mí, para pensar, para perderse en pensamientos que se asoman para darles la atención que no les solemos prestar. Es una manera de poner un mínimo freno al estrés diario y a la monotonía. En estos días de lluvia, podemos emitir nosotros nuestro propio chaparrón emocional. En las tristes jornadas de lluvia, nosotros también nos limpiamos a base de lágrimas silenciosas y reconfortantes. Me gustan los días de lluvia.